Cuando nos enfrentamos a situaciones imprevistas o que sabemos que nos cuestan, empleamos mucha energía en intentar enmascarar u ocultar nuestros miedos, nuestros defectos o nuestro desconocimiento de tal o cual tema. Recordar, así mismo, los fracasos del pasado, nos resulta doloroso y con frecuencia huimos mentalmente de ello.
Les propongo que practiquen una buena gimnasia mental, que es la de aceptar los defectos y debilidades, así como las meteduras de pata o fracasos de manera benevolente, que en ningún caso quiere decir de manera frívola y simplista.
Casi todos experimentamos en la vida que los fracasos del pasado, mirándolos con los ojos y circunstancias del presente, nos han servido para algo. Aún en las circunstancias más difíciles, es casi imposible no sacar provecho de los sufrimientos del pasado, porque sin duda siempre tienen una doble lectura: la de la frustración y el dolor, pero también la del aprendizaje y la fortaleza.
Todos los esfuerzos que a veces nos empeñamos en desplegar para ocultar nuestros fallos, para disimular o disfrazar nuestras debilidades, no hacen más que conducirnos a un desgaste mental, a la ansiedad e intranquilidad.
Sin embargo, si los aceptamos como parte de la vida, como parte del proceso en el que estamos inmersos del día a día, contribuimos a tomarlos como un aspecto más del devenir diario y, por lo tanto, de ese fluir que tienen que ser los días y las circunstancias concretas que les acompañan.
No revelar nuestras debilidades y defectos es, en realidad, asumir un perfeccionismo inútil que siempre nos frustrará, colocándonos mentalmente en situaciones de mucha tensión, esforzándonos en fingir un respeto y seguridad en nosotros mismos que en realidad no tenemos, porque, si así fuera, no tendríamos ningún problema en mostrarnos imperfectos.
Exponer una debilidad, aceptarla es la única manera de avanzar, no es sumirse en la mediocridad y en la complacencia, sino aceptarse como ser humano y estar dispuesto a seguir trabajando, ejercitándose mentalmente, para mejorar.