Hablaba hace unos días con uno de mis pacientes que me contaba cómo en el trabajo tiene un jefe poco comprensivo, que le culpa del estrés que tienen todos en la oficina. Además, me decía que llega a casa cansado, que se encuentra a su mujer e hijo y que éstos también le estresan, contándole las incidencias del día y los problemas del hijo adolescente… Así, en una larga lista de quejas, hasta llegar a quejarse también de que estos días con el calor y la humedad ¡¡es imposible encontrase bien!!.
Todos cedemos a esa actitud de culpar a los otros de nuestro malestar, de cuando algo no funciona, en vez de ocuparnos y reflexionar localizando la parte en la que yo sí puedo intervenir y corregir, asumiendo lo que nos compete, resulta más cómodo y fácil echar la culpa a los otros.
Es verdad que hay muchas cosas que no son nuestra culpa: la impuntualidad del tren que tiene que pasar y me hace llegar tarde al trabajo, el atasco en la carretera, los precios que suben o la crisis económica… pero asumamos también que, en ocasiones, soy yo el que sale tarde de casa y pierde el tren que debería haber cogido o el que se mete en hora punta en pleno atasco o el que se mete en créditos o compras innecesarias… En fin, no se trata de cargar con las culpas del mundo, ni de echar la culpa a los demás, sino de pensar con claridad y asumir realmente la actitud que queremos tomar ante todos los acontecimientos que nos toca enfrentar en nuestra día a día.
Siendo conscientes que decidimos mucho menos de lo que creemos y que, simplemente reflexionando, decidiendo la actitud a tomar ante lo que sucede, nos tomaríamos la realidad de otra manera.
Recuerde que la auténtica libertad individual, eso que nadie jamás, ni en ninguna circunstancia, puede arrebatarnos es la actitud personal que cada uno de nosotros tomamos ante cada acontenicmiento de nuestra vida. Limitemos nuestro esfuerzo a lo que depende de nosotros y no nos quejemos tanto, ni de los demás ni de las circunstancias que nos toca vivir.