Generalmente se piensa que el adiós es un punto y final. Por eso muchas veces nos cuesta tanto decirlo y hacer lo que conlleva. Nos da miedo que las cosas cambien y no ser capaces de soportarlo.
Vivimos en nuestro pequeño mundo predecible y cómodo, aunque, en ocasiones, nos haga daño.
Nos empeñamos en mantener, por ejemplo, relaciones personales que nos hacen daño, negándonos a cerrarlas y a decir adiós. Nos cuesta aceptar que tenemos que decir adiós a un familiar que está enfermo y del que tenemos que despedirnos porque su muerte, por ejemplo, es inminente.
A veces, incluso, nos aferramos a cosas materiales que sabemos inservibles, pero que mantenemos porque puede que las necesitemos. Necesitamos controlar nuestro entorno y nos cuesta cambiar nuestras rutinas. Creemos erróneamente que el adiós es un punto y final. No lo es. Es un punto y seguido.
Cuando decimos adiós y cerramos ya la puerta que manteníamos abierta, supone siempre que seguimos avanzado Incluso si el adiós es la pérdida de un ser querido, debemos seguir viviendo. Es necesario que lo hagamos.
El adiós de la pérdida, de acabar una relación que no nos satisface, de cerrar la puerta a alguien que creíamos nuestro amigo y no lo es, nunca debe suponer un punto final en nuestra vida, sino la certeza de que debemos seguir viviendo. De que además, si así lo hacemos, la vida siempre nos va a sorprender.
Porque decir adiós supone cerrar puertas, para que, inmediatamente, se abran otras y es nuestra terquedad la que impide que eso suceda al aférranos al permanecer ahí, a pesar de ser infelices.
Atreverse supone siempre avanzar y aunque la tristeza llene nuestra mente sabemos que será pasajero, porque el adiós supone siempre volver a experimentar la vida y recuperar la alegría y el bienestar.