Empeñarnos en hacer las cosas lo mejor que podamos nos conduce a sentirnos mejor, a crecer a lo largo de nuestra vida dándonos cuenta de que el empeño en mejorar facilita que nos convirtamos en personas más tenaces y responsables, facilita el que alcancemos el éxito en aspectos o áreas de nuestra vida, lo que a su vez nos motiva para seguir exigiéndonos.
Un círculo beneficioso se pone en marcha y nos sentimos bien.
Pero intentar ser perfectos, o que las cosas sean perfectas, y no conformarnos con lo que hemos hecho, nos lleva a la ansiedad.
La rigidez se apodera de nuestra mente y nos parece que nunca es suficiente, cayendo muchas veces en bloqueos y en frustración.
Alguien perfeccionista extremo sufre porque no encuentra paz interior. Emprende batallas de antemano perdidas, cuando cree que lo que ha hecho no es suficiente y se exige cada vez más. Infravalora sus éxitos, minimiza su esfuerzo y se encuentra permanentemente insatisfecho.
Cae en una espiral de ansiedad y tiende no solamente a juzgarse negativamente sino que también ve a los demás como imperfectos. Su visión personal del mundo, y de sí mismo, se tiñe de negrura y amargura.
Saber vivir con la imperfección, conformarse con ella, es fundamental para crecer.
Nunca nada nos saldrá perfecto porque... ¿dónde está escrito qué es perfecto y qué no?
Es importante distinguir entre hacer bien las cosas, mejorar, y esforzarse, o caer en esa exigencia hacia uno mismo y los demás del “todavía puede ser mejor”.
No se trata de dejar de hacer las cosas lo mejor que podamos, sino de saber también que nunca conseguiremos una perfección que no existe y que exigírnosla o exigírsela a los demás induce a la rigidez en las relaciones interpersonales y a la frustración personal permanente.
Hay que dejar de insistir en que las cosas deberían ser diferentes a como son, aceptarlas y aceptar que errar es humano. Hay que flexibilizar, adaptarse y equivocarse sabiendo que cuanto más yerro más humano soy, y más paz interior siento.