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Siempre se fijaba en las otras, admirando virtudes que ella creía nunca iba a tener.
Admiraba la soltura, simpatía y atractivo que los demás tenían, creyéndose ella incapaz de llegar nunca a esos estándares de perfección.
Continuamente, cuando salía con sus amigos, sabía que iba a sufrir porque se sentía pequeña. Poco atractiva, mal vestida y, en general, poco interesante. Se sentía la única persona en el mundo que no valía para nada o casi nada. De nada valían sus adecuadas calificaciones en el colegio, ni su educación y amabilidad. En realidad, consideraba que era trasparente y nadie se fijaba en ella. No se daba cuenta de que en su cuadrilla, otra de sus amigas pensaba exactamente de sí misma lo que ella pensaba acerca de sí. También se sentía pequeña, trasparente, que nadie se fijaba en ella y que no era merecedora de amor, ni de atención…
En realidad, quién no se ha sentido así alguna vez. En la adolescencia, es muy frecuente sentirse un patito feo y estar continuamente comparándose con los demás, a los que se ve siempre más resueltos y agradables.
A veces, ese tipo de pensamientos se enrocan en nuestra mente y duran toda la vida y uno llega a la edad adulta pensando en las desventajas que tiene con respecto a los demás.
Desventajas que no han existido nunca, más que en la propia mente, que cayendo en la autocompasión, se ha negado a valorarse y a verse realmente como uno es. Verse como un ser humano único e irrepetible. Y, por lo tanto, siempre valioso.
Si pudiésemos enfocar nuestra mente para valorarnos y aceptarnos desde niños, nos habríamos liberado de muchos sufrimientos. Porque la única comparación valida en esta vida es con uno mismo. Las demás son absurdas. Uno con uno mismo caminará toda la vida.
Por eso, anularse con comparaciones absurdas no conduce más que a un callejón sin salida, donde el que más sufre es uno mismo sin razón ninguna para ese sufrimiento.