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Tenemos poca paciencia.
Queremos todo casi de manera inmediata y sufrimos muchas veces de impaciencia: en el trabajo, en las relaciones, ante respuestas que esperamos y creemos que serán determinantes de nuestra felicidad.
Olvidamos que todo lleva su tiempo.
Lleva su tiempo conocerse a uno mismo y ser sincero consigo mismo, admitiéndose humano y por lo tanto falible, que cometemos errores y que precisamente cometerlos nos hace más conocedores de nosotros mismos. Porque en la desazón y el malestar, también aprendemos de nosotros mismos.
Somos impacientes en las relaciones interpersonales, queriendo enseguida que el otro nos responda o esperando del otro algo que si no recibimos, nos causa malestar.
Somos impacientes ante cambios de rutina, imprevistos o negativas, anticipándonos a veces con dosis de ansiedad que solamente nos creamos nosotros en nuestra mente.
Muy pocas cosas se consiguen de la noche a la mañana.
La vida se hace poco a poco. Todo es un proceso.
Un proceso en el que cada día es una enseñanza. Cada día es una lección en la que podemos aprender y mejorar. Solamente hay que estar atentos e intentar sacar lo bueno, lo aprendido. Dándonos cuenta también de aquello que probablemente llegue, pero pacientemente esperándolo como esperamos que cada día sea mejor que el anterior.