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No hace mucho tiempo se consideraba que las emociones era necesario reprimirlas, y cultural y religiosamente muchas personas se veían obligadas (tal y como ocurre actualmente en no pocos países) a enfrentarse a férreas restricciones sociales, religiosas o culturales.
Sin embargo, los últimos descubrimientos científicos nos ayudan a entender la intima relación que existe entre pensamientos y emociones, de tal manera que éstos se potencian y alimentan mutuamente, y es imposible entender unos sin los otros.
Las emociones que sentimos las personas son las que nos llevan a actuar, a tomar decisiones, a encarar proyectos y, por lo tanto, es necesario entenderlas para poder manejarlas y encontrar los razonamientos que nos lleven a modularlas y a actuar en conductas posteriores que nos produzcan bienestar.
Contrarrestar la fuerte emoción que en un momento sentimos con estrategias razonadas es lo que nos va a llevar a actuar de manera mucho más equilibrada y, en definitiva, a ayudarnos a llevar nuestra vida. Por eso es importantísimo el desarrollo de la inteligencia emocional, porque si no comprendemos lo que sentimos y las razones por la que sentimos, tampoco podremos comprender las razones por las que pensamos y actuamos de determinada manera.
Es un aprendizaje que desde niños debemos hacer. Cada vez que nos veamos inundados por una emoción, tanto positiva como negativa, debemos pararnos a pensar los motivos por los que nos sentimos así, qué estamos sintiendo y, a partir de ahí, reflexionar y gestionar esas emociones positivas o negativas -sobre todo éstas últimas -, de manera inteligente, fomentando formas de actuación y modos de comportamiento que nos produzcan el necesario bienestar para llevar una buena vida. Entendiendo por esto último no la acumulación de cosas materiales, sino el profundo sentimiento íntimo de vivir cada día con total plenitud.