Uno de los errores que cometemos con mayor frecuencia es creer adivinar el pensamiento del otro, lo que nos lleva a equivocarnos muchas veces y, sobre todo, a sufrir innecesariamente.
Esto forma parte de ese, por ejemplo, miedo permanente que tenemos al ridículo, concepto que no significa absolutamente nada, si partimos de la base de que cada ser humano es libre para hacer y decir lo que crea, derecho únicamente limitado por la no agresión o la falta de respeto al otro, o dicho de otra manera, limitado por la libertad del prójimo.
Sin embargo, las personas creemos que somos previsoras y nos adelantamos a los posibles problemas que podemos enfrentar si pensamos mal, si desconfiamos o si dudamos de la honestidad del contrario. Creer adivinar las intenciones de los demás lleva con frecuencia a absurdos en nuestro comportamiento. Para saber qué piensa el otro hay que preguntárselo directamente, no jugar a intuiciones ni adivinaciones de pensamiento. Les transcribo a continuación un artículo de la escritora y periodista Rosa Montero que me parece que ilustra bien cómo los estereotipos, adivinaciones de pensamientos y nuestro propio cambio de pensamiento, resuelven una situación curiosa.
Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana.
Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa.
Entonces advierte que un chico negro, probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja.
De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida, pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso quizás que no tenga dinero suficiente para pagarse la comida, aún siendo barato para el elevado estándar de vida de nuestro ricos países.
De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual, el africano contesta con otra blanca sonrisa.
A continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la mayor naturalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello, trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella.
Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.